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martes, 28 de julio de 2009

La nueva era cosmopolita

La vida genera pequeñas parodias que se incrustan en la memoria con el fin de ser recordadas en la posteridad. Son momentos singulares llenos de magia que se suscriben bajo el nombre de anécdotas. Se podría realizar una sinestesia y caracterizarlos como el sabor de la vida. Siguiendo este proceso de confusión de los sentidos se debe describir lo que se cuenta a continuación como picante, muy picante.
La situación es variopinta y surrealista. Se trata del fruto de un momento histórico, la concepción pura de una aldea global en la que las fronteras se resquebrajan y los miedos se escapan por sus grietas.
El escenario de lo ocurrido era hermoso. Una reserva natural cuyo pueblo más cercano se encontraba a veinte minutos a pie. Un lago, situado a escasos veinte metros de la vivienda, descansaba en la absoluta tranquilidad de la noche mientras una turba de mosquitos hostigada por el calor se abalanzaba sobre los protagonistas en busca de sangre fresca. Serbia es un país que se extiende bajos los ojos como la inmensidad de la llanura de un océano. Cuando se mira al norte o al sur solo se puede ver cielo, y por la noche, estrellas. Daba igual que a treinta kilómetros estuviera la frontera húngara. El cielo seguía sin privatizarse. No se podía vislumbrar ninguna barrera que separara las constelaciones por propietarios.
El calor, que se había convertido en asfixiante durante los últimos días, daba un respiro a los protagonistas por la noche. Estos, entre cerveza y cerveza no dejaban de hablar en inglés, suspirando, chillando y asintiendo como gesto de su aprobación. Se escuchaban y hacían como que se escuchaban en busca de su turno de palabra. Generalmente la conversación la monopolizaban un joven alemán y una chica rusa. A su alrededor se crearon dos bloques de pensamientos enfrentados. Junto con el punto de vista ruso se situaba un serbio. Junto al alemán un español. Y sin saber que decir, ni que pensar una coreana del sur. Los demás ya estaban acostados. Ni francesas, ni finlandesas, ni ningún personaje más aportó ideas en la discusión.
Recapitulando: un alemán, una rusa, un serbio, una coreana del sur y un español se encontraban discutiendo en inglés al lado de un lago, en Serbia, a treinta kilómetros de la frontera con Hungría mientras millares de mosquitos intentan comerles vivos. Lo único que falta en la historia es definir el tema de conversación. Pudo haber sido la cerveza, el trabajo o el calor que hacía, pero no fue así. Hablaron de los nacionalismos.
Miles de historias diferentes se abalanzaron sobre ellos. Georgia, Kosovo, Yugoslavia, los Balcanes, los eslavos, el País Vasco, Cataluña, el federalismo, el nacionalismo, las culturas y ellos mismos. Cada uno tenía su postura. Cada país tenía sus problemas. La esencia era la misma y la solución la tenían ante sus ojos.
¿Nacionalismo o cultura? ¿Aldea global o cosmopolita? Ante ellos se abría la inmensa interrogante que cubría ya siglos de historia. La globalización que caracteriza el siglo XX les había fabricado de manera muy similar. Sin embargo sus culturas los diferenciaban. No se trataba de su identidad nacional, ni de la patria, ni de banderas, ni de himnos. Estos no eran más que marcas construidas artificialmente. Adidas, McDonald’s y sus respectivas naciones no eran muy diferentes. Lo único y que les hacía únicos era la cultura.
Se dieron cuenta de que esa esencia podría desaparecer tras la globalización del imperio coca-cola. Estaba claro que debían cambiar el enfoque. Coincidieron todos en la absurdez de las fronteras. Remarcaron la importancia de la cultura popular. Levantaron la única bandera que puede existir: la de la tolerancia. Y decidieron que la belleza del mundo residía en un espacio cosmopolita, no globalizado ni oprimido bajo una verdad monolítica.
Eran sueños de una noche de verano en la que todos estaban dispuestos a cambiar el mundo. ¿Utopías? Puede ser, pero no diacrónicas. Esta era la primera generación que podría ser capaz de constituir un nuevo orden. ¿Cuándo antes se podía tomar esta situación como algo cotidiano? Si el picante es un sabor de la vida es porque siempre ha existido un espíritu de lucha e inconformismo.
El cambio está ocurriendo. Rusos, alemanes, serbios, coreanos y españoles discuten sin producir daños colaterales.

Víctor Gutiérrez Sanz
AyG