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jueves, 15 de enero de 2009

Una jaula manchada de sangre

La primera piedra le dio en el hocico. Las risas de los niños eran atronadoras y se clavaban como puñales en el pobre animal enjaulado. Se trataba de un galgo, pardo y sin una pata. Las cicatrices pintaban todo su cuerpo después de una vida entera sufriendo múltiples palizas. Su actitud era defensiva, gruñía y ladraba con rabia mientras buscaba la forma de salir del cerco que le habían hecho aquellos niños.
El total del público se sumaba a siete. Quien había tirado la piedra era un chico de corta edad. En comparación con el resto parecía débil y frágil, pero junto a ellos era temible. Su cara rebosaba alegría mientras buscaba por el suelo la siguiente piedra que le arrojaría. La encontró. Una grande, angulosa y dura. El resto de la pandilla vitoreaba entusiasmado el lanzamiento. El murmullo fue subiendo hasta que se hizo ensordecedor y se rompió por un gemido. Un breve silencio se hizo hasta que el animal se levantó con una profunda herida en la espalda. La sangre salía a borbotones y los niños comenzaron a reír y a jadear porque aún seguía vivo y podía proseguir el espectáculo.
De entre la lejanía llegó una niña corriendo. Era rubia y unos ojos grandes marrones se encontraban húmedos de la rabia que le producía el dolor del animal:
- ¡Dejad a Gaza en paz!
- ¡Pero nos ha mordido!
- Tiene hambre y está asustado. Y aún así no tenéis derecho a matarle.

Víctor Gutiérrez Sanz
AyG